Del amor cortes al altaneroBueno es recordar Bosquejo histórico. Vieja, muy vieja es la palabra caballarius, caballero en castellano, chevalier en francés, en inglés knight, ritter en Alemán. (1) Los que tenemos como de encargo aclarar los viejos textos, no podemos eludir la tarea de aclarar el significado, la razón de ser y el devenir semántico de las viejas palabras. Lo que hoy recordamos del caballero se asemeja mucho a lo que recordaba Fernando de Rojas allá por finales del siglo XV. Nos retrataba éste a Calisto como de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda criança, dotado de muchas gracias (26). Los diccionarios y enciclopedias tratan al caballero como hombre de fe profunda, y ponen de relieve su actitud reverencial, su humildad y ternura ante los flacos e inermes, su altruísmo, su sed de aventuras, su plena dedicación a enderezar los entuertos de este mundo. (2) ¿Existiría alguna vez tal persona? Así entendida, es la palabra caballero portadora de un concepto altamente idealizado, confeccionado con miles de bellos retazos, procedentes de las más elegantes galerías literarias. Ahora bien, tal idealización es una "fermosa cobertura," una máscara literaria bajo la cual yace escondido quien en una ocasión fuera un personaje de la realidad histórica. ¿Quién fue ese personaje? Desde un principio, como atestigua la palabra misma, apareció el caballero íntimamente relacionado con el caballo; de hecho, en un principio designó al encargado de cuidar esos animales; más tarde, fue mejorando su significado, hasta designar al dueño que ponía su caballo al servicio de una causa noble, para extenderse a continuación al que por esta causa luchaba a caballo, y al que tras la victoria participaba en el botín. Gracias a los éxitos de las campañas bélicas y
a las riquezas del botín llegó el término 'caballero'
a su máximo mejoramiento, hasta llegar a especializarse como designación
de un miembro de la caballería, constituida ésta por el cuerpo
de caballos y guerreros, tan hábiles estos últimos en la
monta de aquéllos, que bruto y racional llegaban a formar como una
sola pieza; si en los torneos y en las exhibiciones de equitación
se lleva uno la impresión de que el caballo se humaniza bajo el
control de un hábil jinete, en el campo de batalla era el hombre
quien tanto se embrutecía, que el compuesto caballo-caballero llegó
a adquirir una feroz eficacia destructiva. Cervantes ha sabido expresar
mejor que nadie esa unión entre caballo-caballero, tan perfecta
que con ella se lograba una verdadera fusión física y emocional
entre la bestia y el hombre: >La del alba sería cuando don Quijote salió
de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado
caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo (I, cap.
4).
Si al caballero le reventaba el gozo por las cinchas del caballo, al caballo le reventaría la violencia por las mallas del caballero. Y ¿para qué tanta brutalidad, tanta violencia?, no faltará quien se pregunte. La respuesta rápida y simplista, que trate de compendiar lo que aconteció durante los siglos de formación de la caballería, y proyecte un poquito de luz por entre las sombras del medioevo, sería: "para salvar a la cristiandad." En rasgos muy generales, como esbozo y pórtico a un ensayo de crítica literaria, valga recordar cómo tras el desmoronamiento del Imperio Romano, la Europa cristiana llegó el día en que se vio sumida en deplorable estado de debilidad y anarquía. Tierra de muchos y tierra de cualquiera, expuesta a caer en las manos del más fuerte; y muchos y muy fuertes eran los que intentaban apoderarse de ella. Sobre esa Europa cristiana se lanzaban encarnizados, entre otros pueblos infieles, los eslavos, los magiares, los normandos y los furibundos y sanguinarios sarracenos. Sólo con la fuerza podrían los diversos señores de las diversas comarcas europeas resistir al invasor y proteger sus posesiones, su fe y su civilización. Aquella fuerza se medía en proporción al número de armas y caballos, pero sobre todo en proporción al número, la valentía y bravura de los caballeros. El caballero que se portó en el campo de batalla como un aguerrido y feroz guerrero, en las leyendas que le siguieron se trasformó en un héroe digno de admiración y emulación. En los años del feudalismo se vio cómo el vocablo que en un principio sirvió para designar al humilde rasca-caballos fue progresivamente mejorando. El en un tiempo humilde caballero terminaría por cautivar la imaginación de escritores y lectores hasta llegar a ser celebrado como el vasallo ideal, como el ideal del vasallo. Los señores feudales llegaron a aglutinar a su alrededor un considerable séquito de vasallos entusiasmados por el ideal del servicio. Un servicio que entre ellos era primordialmente militar. No faltan historiadores que nos hablan de aquellos primitivos caballeros --los epígonos de los protagonistas de las fantasías literarias-- como dotados de unas cualidades tan finas como las del "león o tigre." En las circunstancias en que nacieron, no podían menos de ser monstruosamente bárbaros y salvajes. Si les apetecía --leemos en algunas historias--, no tenían escrúpulos torturar a las mujeres (3) o en pasar a espada no ya a los vencidos, sino también a los flojos y timoratos; si venía al caso, no se arredraban de arrojar a la hoguera a las mismas monjas (Bumke 31122). Hay quien ha juzgado a uno de aquellos famosos caballeros, Bevis de Hamton, como guerrero que desde el punto de vista psicológico no ofrece mayor interés que la ametralladora de nuestros días; según nos informa Hearnshaw (6), este caballero, a quien podría considerársele entre los más comedidos, mató con su propia mano más de 650 seres humanos. Lo que nos llevaría a concluir que en cuanto a su carácter humanitario, aquel caballero no aventajaba al caballo. Que de veras al caballo le reventaba la animalidad por las mallas del caballero. Gracias a su fiereza e indómita bravura se arriesgaron aquellos valientes a su misión trascendental: salvar a la cristiandad de los brutos y feroces invasores que amenazaban con extinguir su civilización. Y la salvaron. Ahora bien, una vez repelido o sometido el invasor, cumplida ya aquella salvadora misión, se enfrentó la cristiandad con otra no menos peligrosa y devastadora: ¿quién iba a salvar a aquellos forajidos caballeros de sí mismos? Eran ricos y poderosísimos, independentistas y ambiciosos; eran dueños de castillos, de tierras y de muchos vasallos y siervos. ¿Cómo pacificar al que nació y se crio para la lucha y la matanza? (4) El ánimo belicoso de aquellos caballeros impedía la tranquilidad y obstaculizaba las actividades del trabajo y el comercio entre las diversas comunidades. Su egocentrismo e independencia eran incompatibles con el deseo, interés y conveniencia de un gobierno más centralizado, de un orden social amplio, una comunidad europea cristiana, unificada bajo una fe común, y bajo el mando del rey y la guía de los obispos; y todos ellos bajo la autoridad y la palabra del papa. Para amansar y doblegar al fiero caballero no bastaría el don precioso de la palabra. Demasiadas eran la inquietud y la ambición, demasiado rudo el primitivismo de aquellos hombres para contemplar o conmoverse con teorías evangélicas que aconsejaban exponer la otra mejilla. Aquellos hombres no parecían afectarse de otro entusiasmo que el de la espada. Con ella supo el caballero cristiano defender la otra mejilla de los golpes del sarraceno; tras haber logrado defenderse, procuraría más tarde vengarse, buscando al que le hirió con ánimo e intención de decapitarlo. A los cristianos caballeros, pues, se les buscó un frente exterior donde desahogar sus ansias bélicas, frente que se encontró entre los sarracenos ya replegados a su geografía de origen. Hasta allá fueron a buscarlos, hasta la Tierra Santa; contra ellos se lanzaron multitudinariamente en las Cruzadas. Y en las Cruzadas se coronaba con un halo de santidad, de la cruz hecha espada o la espada hecha cruz, al soldado, al ya idealizado héroe de la caballería. Habían sido primero los sarracenos los que habían irrumpido contra los cristianos con un fervor furibundo y un celo abrasador de servir los designios de Alá en la matanza de sus enemigos. Guerra Santa, habían llamado a su guerra. Y los caballeros cristianos que lo oyeron se llenaron de envidia y de celo divinos, se llenaron de ansias de emulación, y decididamente se asociaron para probar que en cuestiones de fe y servicio al Creador no se dejarían aventajar por los musulmanes. Probarían que era a su lado donde estaba el Dios de los Ejércitos. La victoria decidiría cuál era el pueblo verdaderamente escogido de aquel Dios de Abrahán que unos y otros se preciaban de venerar. Y Dios probó una y otra vez, con miles de triunfales victorias, que de verdad amaba a los cristianos más que a ningún otro pueblo. En lo sucesivo, pues, para satisfacer al Creador no bastaría, como pareció bastarles a los primitivos cristianos, el pacífico rito de la consumición del cuerpo y la sangre del Cordero, era necesario arder en deseos de arrebatarles el pan a los enemigos y de ver derramada su sangre por barbechos y ciudades. Al sarraceno no bastaría con cortarle la oreja, como en acción censurable hizo Pedro con el enemigo en el huerto, sería preciso cortarle la cabeza. Para dar gloria a Dios, pues, se unieron estrechamente los independentistas
caballeros cristianos en la persecución del musulmán. En
la unión de todos hallaron una imponente fuerza. Y como personalmente
comprobaron que la fuerza de cada uno de sus feudos estaba en proporción
a la lealtad que sus vasallos les prestaban, comprendieron que la fuerza
de cada reino, la fuerza de la cristiandad, radicaba en una idea central
y suprema: la del servicio. El servicio que los súbditos
prestaban a sus señores y el servicio que los señores prestaran
al rey, al obispo, al papa. Con fervoroso entusiasmo aceptaron los señores
servirles; en retorno y como en correspondencia, el rey, el obispo y el
papa se anunciaban a sí mismos como servidores de sus súbditos;
y todos y cada uno de ellos, servidores de Dios.
EL IDEAL DEL SERVICIO El ideal del servicio. Más de mil años después de Cristo, por los siglos XI y XII, culminaba un período de aculturación social muy largo y, sin duda el más eficaz de la historia, al amparo de la religión y bajo el fomento y control de las clases dominantes, bajo el poder del rey y del papa. Como en toda auténtica aculturación, quedó radicalmente afectado el elemento primario en la formación y la retransmisión de las ideas: la palabra, el término en que se acrisolaba el concepto. Servitium era la idea básica y fundamental de aquella revolución
cultural; servitium era la palabra clave, la palabra más
revolucionada. La cristiandad, podríamos resumir, terminaría
por convertirse en una gran comunidad de servidores, de sirvientes, aquellos
cuya mayor honra y honor eran los de servir. Se logró con ello un
orden social de jerarquización admirable. A mayor encumbramiento
en la escala social, mayor singularización de la condición
de servicio. Dicen que fue el papa Gregorio Magno el primero en llamarse
Servus
servorum Dei, título tan atractivo que de él se adueñaron
diversos abades y prelados; entre éstos últimos hubo alguno
que con insaciable sed de hiperbólica humildad llegó a caracterizarse
como Ultimus servorum Dei Servus [el último siervo de los siervos
de Dios]; los reyes y otros príncipes por su parte no pudieron
resistir la tentación de tan humilde calificativo, y algunos lo
usurparon para caracterizarse a sí mismos. Si tal era el lenguaje
de la jerarquía, no es de extrañar que alguna devota, en
superlativo arrebato, se denominase Servissima omnium ancillarum vestrarum
[la más sierva de todas las vuestras esclavas] (Du Cange 458). Los
obispos, el rey y el papa contribuían con todos los medios a su
disposición a difundir el sentimiento y la retórica del servicio.
En el Cantar de Mio Cid se da a comprender que por el servicio el
Cid merece el perdón del rey, quien por el servicio de aquél
se sentía completamente satisfecho: Sírveme mio Çid el Campeador, él lo
merece (1898).
De vos bien so servido y téngome por pagado (2152). ¡Qué interesante el sino de algunas palabras! Sobre todo, en aquellas épocas del Alto Medioevo, épocas de intensa y extensa aculturación. BELLUM, por ejemplo, la vieja palabra latina por 'guerra', que tan horripilante había sonado a los oídos pacíficos de los primeros cristianos, quedaría postergada en las lenguas románicas y remplazada por un germanismo, WERRA, más exótico, menos hiriente a la subconsciencia comunitaria latino-cristiana; el significado etimológico no iba más allá de la connotación de 'confusión, querella'. Para la conciencia cristiana BELLUM sería para siempre una palabra inquietante, proscrita, mientras que WERRA --no importaba la crueldad y la matanza-- resultó un tolerable eufemismo. (5) Servitium, el más aborrecido de los estados sociales para un Cicerón o un César, había sufrido ya en la versión latina de la Vulgata una tremenda contaminación semántica. (6) Según M. Bloch (150), hacia fines del siglo IV el término había perdido su significado original. Los nuevos cristianos, en su mayoría procedentes de entre griegos y romanos, habían sido adoctrinados de esta paradójica manera: el primero ha de ser el siervo de todos (Quicumque ... primus est, erit omnium servus, Marcos 10:44). (7) Si el papa, ya desde los tiempos de San Gregorio, siglo VI, se proclamaba a sí mismo "El Siervo de los Siervos de Dios," ¿qué siervo, ante un superior tan servicial, osaría quejarse de su condición de sirviente? ¡Qué privilegio el de la jerarquía cristiana, política o religiosa, de gobernar sobre un pueblo ilusionado con la mística del servicio! El servir era una oportunidad por la que el servidor quedaba eternamente agradecido a su amo; agradecido eterna e incondicionalmente, aunque por su servicio no recibiera en muchos casos otra paga que la crueldad o la injusticia. (8) Al presentarse los conceptos servitium y servus como ideal
y condición social del mandamás, de aquel que, obispo, rey
o papa, se proclamaba a sí mismo, con pomposidad y satisfacción
sin par, Servus Servorum Dei, perdieron lógicamente esos
términos su carga de referencia a clase individualizada, a la clase
servicial, separada socialmente, para connotar más bien una mera
actitud psicológica y socioreligiosa; la actitud de aquellos que
se sentían verdaderamente orgullosos de su humildad. El servicio,
en muchos casos, venía a ser sinónimo de la oración,
según dice Calisto al comienzo de La Celestina, cuando se
refiere al seruicio, sacrificio, deuoción y obras pías,
llevaba
tiempo ofreciendo a Dios. En otro caso, el servicio que Calisto quería
ofrecer al cuerpo de Melibea no se diferenciaba de aquello para lo que
servía el cordón que de ella recibió: para apretarla
con apasionado nudo por la cintura. CAL.__ ¡O nueuo huésped! ¡O bienauenturado
cordón, que tanto poder e merescimiento touiste de ceñir
aquel cuerpo, que yo no soy digno de seruir! ¡O ñudos
de mi pasión, vosotros enlazastes mis desseos! ¡Dezíme
si os hallastes presentes en la desconsolada respuesta de aquélla
a quien vosotros seruís
e yo adoro e, por más que
trabajo noches e días, no me vale ni aprouecha (VI, 220).
El servicio de Calisto consistía, según él, en el trabajo del sueño --que trabajo noches y días. Es decir, poco a poco la idea de servicio, aquel servicio que había significado poner la vida en el tablero en favor del servido, se fue despojando de las obras de servicio, hasta el punto de que el Siervo de los Siervos de Dios era un individuo que, acomodado en su trono, les exigía servicio a todos los demás; los que se confesaban tan pomposamente siervos de los siervos de Dios, exigían se les tratase como los representantes del omnisciente y todopoderoso Dios. Hasta hoy día los obispos exigen voto o promesa de obediencia a sus presbíteros, no prometiendo ellos nada a cambio. Servicio entre las clases altas denotaba una actitud, que no iba necesariamente unida a una conducta. Lo cierto es que en la comunidad jerarquizada que se fraguó hace mil años entre los creyentes del Nuevo Testamento, servitium era, como lo había sido entre los creyentes del Viejo, el cemento que mantenía unidos y fortificaba los materiales en la edificación de la gran arquitectura de las sociedades cristianas, de las sociedades europeas de regiones muy distantes entre sí. "No sólo de pan vive el hombre," se les predicaba a las masas, "sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mateo 4:4). Ese Dios que sólo se hacía oír por boca del rey, por boca del obispo, por boca del papa y, por extensión, por boca de cualquier superior, pues de ese Dios les venía la autoridad. A los hombres se les iba adoctrinando en la generosidad hacia su superior, en el poco apego a las cosas materiales, para ilusionarlos con el galardón de palabras elogiosas, con el galardón de un título. A los que prestaban servitium, máxime servitium militare, se les remuneró con el suficiente pan, pero sobre todo se les enalteció con glorias y honores. Las riquezas y los botines no se repartían por igual entre los que luchaban. Estos eran muchos, y tras llevarse el mandamás su parte --en muchos casos la quinta, no importaba cuántos fueran los demás--, poco quedaba para los servidores. No importaba; la falta de pan llegaría a suplirse con una plétora de místico alimento: sobreabundantes, pomposas palabras, y brillantes decoraciones, no faltando las fastuosas exequias. Muchísimas de esas palabras fueron ellas mismas humildísimas en sus orígenes, pero ellas mismas se verían sobremanera enaltecidas, por razón del desinteresado servicio que habían prestados los designados. Con el servicio se ganaba el pan; con el mismo se consiguió alcurnia, nobleza, dignidad, honor y honra. Los humildes eran exaltados. El lenguaje de las altas esferas cristianas se ennobleció, se militarizó en el sentido literal de la palabra. Desde los tiempos de San Pablo se denominaba a los cristianos los "soldados de Cristo," entre cuyas líneas se encontraban apóstoles, confesores y mártires; es decir, se denominaba de esa manera, de manera figurativa, a todos aquellos que se esforzaban en el ejercicio de las virtudes, cuya vida, como la de Job, era una milicia (militia est vita hominis super terram, Job 7:1) en la que luchando daban el mejor testimonio de su fe. En el siglo XI milites sufre una gran transformación hasta el punto de servir para denominar a aquellos caballeros que ponían sus armas al servicio de la iglesia (Bumke 290-91). Al lado de las órdenes religiosas se fundan las órdenes militares (Bumke 50). Eran las milicias de Cristo la flor y nata del cristianismo, un cristianismo
que ya desde antiguo había sentido en sus entrañas ciertos
recelos del hombre humilde de aldea, el que se resistió a ser evangelizado,
el PAGANUS (L. pagus = aldea), término que se empleó,
peyorativamente, para denominar al incrédulo e irreligioso. Si a
las connotaciones positivas figurativas de milites desde los tiempos
de San Pablo, y a la paulatina aceptación en la iglesia de los milites
profesionales a partir de Constantino, se añaden las negativas connotaciones
de paganus, no es de extrañar que el campo filológico
de la mentalidad cristiana estuviera perfectamente abonado en el siglo
XI para el triunfal florecimiento de la actitud y terminología militar.
En esta cultura cortesana, dominada por los caballeros de armas, pagó
un alto precio el lenguaje y el valor del humilde ciudadano. Más
tarde, un destino semejante al del término latino paganus
habría de repetirse en el término romance villano,
que quedaría bastante malparado en el lenguaje de la corte.
¿La corte? (9)
ALABANZA DE CORTE. Alabanza de Corte. A manera que avanzaba la civilización cristiana en Baja Edad Media se militarizaba su lenguaje. A manera que arraigaba la militarización, se perdía la sensibilidad del Cordero de Dios, la sensibilidad de sus milagros --los panes, los peces, el vino de Canaán--, de sus parábolas --la del sembrador, la del buen pastor-- de sus metáforas e imáges --las aves, los lirios, los cabritos y corderos. En su lugar se asentaba un vocabulario más propio de un mundo bajo el control unificador del Dios de los Ejércitos; en ese mundo palidecerían los pescadores de hombres y adquirían mayor lustre los Soldados de Cristo; en aquel mundo comenzó a perder preponderancia el monasterio y a ganarla la 'corte' (L. cohortem), otra de esas palabras exaltadas que entre los latinos y en el Nuevo Testamento se había empleado para designar no más que un 'pelotón de soldados'. En adelante aquella "Casa del Padre, donde había muchas mansiones," de que había hablado el que nació en un pesebre, recibiría el sobrenombre de "Corte Celestial." Las cortes cristianas siguieron perteneciendo a "un pelotón de
soldados," pero soldados de Cristo, o si se prefiere, con un leguaje más
de la época, de los servidores por antonomasia, los denominados
VASALLOS (Celt. gwas = el zagal de ayuda),
(10)
Todos estos títulos, de alto alcance, les recordaban a los que los ostentaban sus humildes orígenes, cómo el servir pagaba y cómo, si querían mantener sus beneficios, deberían seguir sirviendo. En cuanto al resto de los ciudadanos estos títulos les animaban a servir de manera extraordinaria, si aspiraban a ser nombrados algún día con semejantes calificativos. Por otra parte en el subconsciente lingüístico de la comunidad se iba fraguando el subliminal mensaje de que la virtud de la palabra no estaba en su raíz, su significado etimológico, sino en la intención del hablante, intención que se revelaría en cada caso en su conducta, en sus obras. En fin, si la palabra latina bellum resultó, como dije más arriba, tan malsonante, tan hiriente a la conciencia cristiana que fue sustituida por werra: servus, por otro lado, llegó adquirir en esa misma comunidad cristiana occidental connotaciones tan nobles, tan papales, si se prefiere, que hubo adoptarse el término sklávos, de uso entre los bizantinos, para denominar a los esclavos. (12) En castellano se fue introduciendo un término más específico, muy interesante, el criado (Cantar de Mio Cid 737), en el que de nuevo podemos descifrar la condición del sirviente no como de agente activo y trabajador en beneficio del amo, sino como de receptor de la bondad, de la crianza del señor. ¿Quién criaba a quién? Curiosamente el ennoblecimiento por el servicio militar fue tan amplio y expansivo en aquellas épocas de aculturación social, político-religiosa, que se extendió hasta afectar al mismo CABALLUS, palabra con que se solía designar entre los latinos al jamelgo, al estripaterrones. Fue éste jamelgo tan necesitado en la época feudal, y de ahí tan ensalzado, que impidió que a las lenguas modernas pasara el honrado y glorioso EQUUS de los romanos. Más curiosamente aún, en nuestro castellano podemos ver reflejado cómo aquel pretencioso jamelgo feudal consiguió usurparle al equus su hembra, la yegua (del l. equa); ésta sí mantuvo en el vulgar castellano su alcurnia etimológica. Que se unan los papas, los reyes, generalísimos autócratas o presidentes democráticos, los obispos y predicadores, cronistas o periodistas, literatos y poetas en la repetición de una creencia o una consigna, y pronto nos encontraremos que los súbditos, en gran número, terminarán creyéndoselo, por dura que les resulte la consigna, aunque les cueste la vida. ¿Creerán los propios superiores lo que dicen?, nos preguntamos a veces. También, pero a ellos, cuando de guerra o trabajo se trata, les afecta el cuerpo en grado muy distinto. La palabra de la propaganda oficial, de reyes obispos y papas, durante siglos y siglos, era servitium; repetida tan frecuentemente que aquellos indómitos señores y sirvientes feudales terminaron por ser domesticados o, en términos más positivos, por servir al rey y al papa, y servirles con entusiasmo y gran orgullo. (13) Sirviéndoles a aquéllos, eran a su vez los señores feudales mejor servidos por sus muchos súbditos con parecido entusiasmo y orgullo. El servicio, el vasallaje, dotó a la caballería
de honor y gloria. El servicio del vasallo al señor y el beneficio
o galardón del señor al vasallo estaban en los orígenes
y el esplendor de la sociedad feudal inseparablemente unidos, como por
contrato. En el Cantar de Mio Cid se expresan las ventajas de servir
a un buen señor: Qui a buen señor sirve siempre vive en delicio (850).
LAUDATIO TEMPORIS ACTI Laudatio temporis acti. La caballería, como institución social, presentó al caballero un ideal de los más nobles que pudieran imaginarse. Como tal institución, no perdamos de vista, la caballería así idealizada, con aquella definición que se citó al comienzo, jamás existió en la realidad. Como tal institución fue una creación de la fantasía. Los primeros escritores que de ella nos hablan no describen la caballería de sus tiempos, ni tratan de dar testimonio de una realidad histórica existente, sino que se refieren a ella como una manera de conducta y una virtud de épocas ya pasadas (laudatio temporis acti = todo tiempo pasado fue mejor). (14) Los medievales leerían estas leyendas con la misma inspiración y edificación que leían los milagros, los miles y miles de milagros que se relataban en las numerosas leyendas áureas. Sabían ellos que aquellos milagros que en el presente eran raros, habían abundado en el pasado y les abrían la puerta en el presente a la esperanza, y en el futuro a una vida bienaventurada. (15) No por no darse en sus tiempos creían menos en ellos, o gozaban menos de las lecturas (Murray 9). La caballería era un sueño esplendoroso de una edad que venía despertándose, desde hacía poco, de la brutalidad y la barbarie. Deseosa de construir una nueva civilización, empezó por idealizar su pasado. La caballería era una ficción hecha del mejor material de que se teje la literatura. Hay quien postula que la manera de vivir de cada cual influye en su manera de pensar (Murray 13); hay otros que prefieren pensar que la manera de pensar de una comunidad influye en el modo de vida de sus miembros: pensar y soñar con aquellos ideales caballeros, la literatura del pasado, tendía a civilizar la vida del presente histórico. En la esfera social, de sociedad guerrera, como he dicho, recibía mayor remuneración el que mayor servicio prestaba. En la esfera religiosa --es bien sabido-- al que más se humillara era al que más exaltación se le prometía. Como en el plano militar, servitium era igualmente en el religioso la actitud y la palabra que privaba. Si privaba en las esferas políticas y militares, habría de privar en todos los modos del vivir humano; de hecho privó, como no podía menos, en la esfera amorosa, de las relaciones entre amantes. (16) El hombre que buscaba un beneficio o galardón de su amada, al igual que al buscarlo de su rey, papa, obispo o señor feudal, estaba seguro que para conseguirlo había de saber formular cómo estaba dispuesto a servirla. El protagonista del amor de las leyendas, la lírica y la épica, cantares y otros géneros romanescos, actuaba y se expresaba de una manera peculiar. EL AMOR CORTES La retórica del Amor Cortés. Aunque la conducta de los personajes de las leyendas románticas no siempre coincidiera del todo, los teoricistas del amor cortés están de acuerdo en asignar al protagonista: 1) un sentido extremado del servicio y vasallaje a la
amada;
Se deleitaban los escritores de los siglos XI y XII de hablarnos de aquellos famosos antepasados que sobresalieron en saber rendir servitium militare, o aquellos que se vieron ensalzados por su servitium religiosum; o aquellos que se destacaron por su servitium amatorium. (17) Si servicio y beneficio estuvieron en un principio unidos como por contrato o ley, poco a poco se fue acentuando el servicio incondicional y desinteresado. En el llamado Código del Amor Cortés más que los derechos y los privilegios de los caballeros, se acentuaban sus deberes y obligaciones. En las leyendas épicas el servicio del amante se demostraba en hazañas heroicas en nombre de la amada. Los poetas de la corte servían a sus damas ofreciéndoles sus canciones. Lo importante era la buena disposición servicial: servicio era la palabra mágica. Por todas partes, en todas las esferas de la vida, tanto social, como militar, como religiosa, como amorosa, según nos ha sido retransmitido en la prosa y en la poesía, se fue imponiendo una mística del servicio sin remuneración; servicio del fuerte al flaco; servicio del rico al pobre; servicio del superior al inferior. Nótese también cómo con el transcurso del tiempo se va imponiendo el adoctrinamiento del servicio sin remuneración --una forma de conducta--, endulzado con el ideal del servicio del superior al inferior --una simple actitud. Trasladando estos sentimientos al plano de las relaciones entre amantes, se elaboró la retórica del servicio, utópico, del hombre a la mujer. (18) Al estar esa utopía tan distanciada de la realidad en las relaciones
entre los sexos, literariamente fue adquiriendo el servicio un cierto aire
de masoquismo retórico. El hombre dominado en las esferas de su
vida por la mística del servicio, el que él prestaba o el
que le era prestado, gustaba de oírse a sí mismo en la declaración
de su amor. Oigamos las deleitosas palabras de Calisto a Melibea: CAL.__ Es la que tiene merecimiento de mandar a todo el mundo,
la que dignamente seruir yo no merezco. No tema tu merced de se descobrir
a este catiuo de tu gentileza: que el dulce sonido de habla, que jamás
de mis oydos se cae, me certifica ser tú mi señora Melibea.
Yo soy tu sieruo Calisto (XII, 82-83).
Parece como si la retribución del amor se lograra ya en la mera confesión --el dulce sonido del habla-- del servicio, en el acto mismo de la humillación de un hombre que quiere estar seguro de su correspondiente exaltación. La voz del hombre que ardía en lujuria quedaba como ensordecida en la narrativa literaria o en la poesía, hecho personaje de ficción, producto de un creador, de un artista. Y todo artista, como poeta, todo hombre de letras, se gloría principalmente en la imagen, en la palabra. En el caso del amor cortés, el artista --y con él el lector-- como si se gloriara en la imagen y la retórica --imagen y retórica de lo chocante-- de la humillación del hombre y la exaltación de la mujer. La literatura religiosa --por ejemplo el Cantar de los Cantares-- está llena de lenguaje amoroso y profano, pues cada pueblo ha ideado una vida sobrenatural de acuerdo con las emociones, deseos, valores y experiencias de su vida diaria. El lenguaje amoroso, por su parte, se engalanaría a su vez con múltiples elementos del dominio religioso. Pablo de Tarso había enseñado a los cristianos a gloriarse y regocijarse en la humillación, a deleitarse en sus cruces, y a darse por satisfechos con la esperanza en sí, con un premio ausente, invisible, interior, con un premio inalcanzable en esta vida. En el amante cortesano, amante de invención literaria, hay un elemento importante de regocijo en la esperanza y el rechazo de una dama, más flaca por naturaleza que el valiente caballero, en cuya fantasía era aquélla alta e inalcanzable; pero sólo en su fantasía; también en la suya la dama se sentía superior y semidiosa, en su fantasía cebaba la dama su vanidad. (19) En su fantasía buscaba el caballero cómo proyectarse humillado, pero ¿qué importaba la humillación si el servicio era el camino más seguro para conseguir el galardón, los regalos del amor? Es decir, algo así como si entre aquellos intrépidos vasallos, guerreros por antonomasia, la derrota fuera el medio seguro de la victoria; y era la victoria lo que aquellos guerreros procuraban conseguir por cualquier medio. Al fin y al cabo morir luchando era la mayor garantía de la consecución de la gloria. (20) En la vida de la comunidad, la vida social y religiosa, si el hombre deseoso de servir a sus superiores recibía un desengaño, una humillación, debía aceptarlo como una cruz, como una prueba que mandaba el Señor (como a Job), con el fin de que en lo sucesivo sirviera a los representantes de Dios con mayor generosidad. El amante cortés recibía la humillación de su amada, a quien él amaba más que a Dios --ámovos más que a Dios, del Arcipreste de Hita, LBA 661c)--, como una garantía de que había de ser amado más tarde con mayor intensidad. Guiados por esa mística del servicio y esa retórica de la humillación algunos críticos han caracterizado al amor cortés como "fuerza ennoblecedora." (21) Toda la mística del servitium, es cierto, iba encaminada
a civilizar, refinar el espíritu y ennoblecer al individuo dentro
de una comunidad jerarquizada. Lo que no está claro es que el AMOR
CORTES fuera destinado a ennoblecer a la mujer, a dignificar su estado.
Difícil de creer, pues --que yo sepa-- los contemporáneos no
tenían conciencia de que la mujer careciera de la dignidad que merecía
en la comunidad. Es extraño que se tratara de un movimiento de dignificación,
cuando se ve reflejado solamente en obras literarias y de ficción,
las que relatan aventuras de otros tiempos ya pasados. No hay señales
que indiquen que al mismo tiempo que en las novelas de caballería
se retrataba al caballero como humilde servidor de las damas, en otros
documentos se instruyera a las damas a ser dueñas de sí mismas
y de su destino, para poder ocupar puestos --como pensaríamos en
nuestros días-- de liderazgo en la sociedad. Sin duda que la mujer tenía dignidad y que había
de aspirar a acrecentarla: mediante la castidad. Está claro, por
otro lado, que la mujer, por razón de su naturaleza, tenía
derecho, no a ser servida del hombre, sino a ser protegida de sus avances.
En realidad, aquella sociedad --la que amamantó el paradójico
amor cortés-- (22) estaba
llena de contradicciones, llena de incongruencias entre la retórica
amorosa del hombre siervo de la mujer y la realidad de un orden social
en el que se mantenía que "no era asuntos de mujeres juzgar, gobernar,
enseñar o ser testigos" (Rethorica ecclesiastica, de fines
del siglo XII, Bumke 349). Normalmente el legislador, al contrario del
poeta, no suele dar testimonio de una edad ya pasada ni describir lo que
es norma de conducta de la sociedad contemporánea. Cuando vemos
una ley u ordenanza, podemos con razón deducir que algo se intentaba
enmendar en las relaciones entre los miembros de la comunidad. Los avisos
que oímos de educadores, moralistas y concilios van dirigidos al
hombre, para que se cuide de los oprimidos, las viudas, los huérfanos
y las mujeres, especialmente las de "noble linaje."(23)
Se ordenaba cuidar particularmente a las damas de noble linaje, las que
seguramente no fueran de los caballeros tan bien servidas, como quieren
hacernos creer las leyendas. El gran desastre en el Cantar de Mio Cid
se debió al fallo de las obligaciones del servicio de los Infantes
de Carrión a sus mujeres, servicio que, de haberse realizado, no
hubiera quedado sin la debida recompensa: A mis fijas sirvades que vuestras mugieres son;
Si bien las servides yo vos rendré buen galardón (2581-82) FUENTES DEL AMOR CORTES Fuentes del Amor Cortés. Los críticos y los historiadores de la literatura han hecho esfuerzos valiosos para explorar las "causas" o "fuentes" del fenómeno conocido como AMOR CORTES, que apareció a fines del siglo XI. Han desenterrado fuentes clásicas y fuentes arábicas, con un resultado final que ha dejado insatisfechos a no pocos. Suele citarse como posible pensamiento de inspiración una frase de Ovidio, Militat omnis amans ("todo amante sirve" Amores I, 9,1). Pero en la literatura "cortés" el servicio pasa de ser una bella frase, una esmerada retórica, para convertirse en el gozne sobre el que gira toda la conducta y formas de expresión del personaje. Las fuentes alegadas pues han resultado inadecuadas, y ante sus deficiencias resplandece con mayor nitidez la originalidad literaria del AMOR CORTES, una originalidad tan singular como la cultura misma en que se engendró y desarrolló. Amor cortés que, como esa misma cultura, inspiró unos conceptos, unos modales y una retórica amorosa verdaderamente efectivos y duraderos, vigentes en muchos de sus aspectos hasta nuestros días. Los fenómenos literarios de este tipo tan singular, en que se
exponen las relaciones entre los miembros de una sociedad, pueden encontrar
en la tradición racionalizaciones y excusas, pero es en el complejo
social, político y religioso de cada época en el que hay
que buscar su semilla, su raíz y sabia. Les encanta a algunos engolfarse
en la investigación de fuentes literarias tras la caza de precedentes
del fenómeno literario que se proponen investigar. Hay muchos que
se sienten satisfechos con la indagación y la lectura de libros
viejos, como si el escritor, cualquier escritor de cualquier época,
compusiera con los retazos de libros que encuentra el investigador. El
escritor compone con retazos de su vida y de la cultura de su comunidad,
la vida y la cultura de que se alimentaba su fantasía y la fantasía
de sus lectores inmediatos. El amor cortés era un amor fantástico,
destinado principalmente a alimentar las fantasías de las damas
medievales, atrapadas todas entre reglas muy estrictas de castidad, de
moralidad, encerradas muchas en sus castillos amurallados, mal atendidas
por aquellos maridos que luchaban por el servicio de su rey, de su papa,
de su Dios. Y su fantasía se poblaba de aguerridos amantes --distintos
de sus maridos-- (24) que en su servicio
llevaban a cabo hazañas de valor (Hearnshaw 17 sts.). Los maridos
llevaban a cabo sus hazañas en servicio del rey, de la comunidad;
el amante, en servicio de su dama. Todos debemos encontrar mayor satisfacción
y galardón en la exploración de las correspondencias múltiples
de un fenómeno literario en particular con los múltiples
modos del vivir y el pensar de las gentes en la época determinada.
EL CODIGO DEL AMOR CORTES El Código del Amor Cortés. El AMOR CORTES está claro que no fue una afloración espontánea del hombre voluptuoso, como no fue la caballería ideal una afloración espontánea del hombre belicoso. Hablan con cierta sorna del amor cortés los que no pueden admitir que el hombre amara así, con el sentimiento de respeto, de humildad y total entrega, entre casta y sensual, de que se nos cuenta. No se dan cuenta los críticos que la castidad ideal en el hombre era el resultado natural, lógico y psicológico, de la divinización ideal de la amada. Ese era el resultado en los devotos de la Virgen María. ¿Cómo se les iba a ocurrir a los devotos de María, virgen y madre de Dios, ni siquiera un pensamiento deshonesto? Pierden de vista muchos detractores y admiradores que el AMOR CORTES no era una nueva manera de amar, un nuevo sentimiento jamás antes en corazón humano abrigado. El AMOR CORTES era un nuevo estilo, una nueva retórica, un modo de expresión concertado y orquestado que se correspondía con otros muchos modos de pensar y actuar de una cultura toda ella bien concertada y orquestada desde arriba, una cultura de códigos de moral destinados a imprimir en el hombre medieval un sentido muy duradero de jerarquía. Que Andrés el Capellán tratara pues de codificar el AMOR CORTES no debe sorprender o hacer sonreír. Su intento estaba del todo a tono con el sentir y quehacer de la época. Vivió él en la Edad de Oro del Derecho Canónico, edad que ardía en interés por codificar las normas de moralidad y conducta. La buena nueva de Cristo mandaba al cristiano amar a sus enemigos. El ideal de la pobreza era un llamamiento universal. La caridad cristiana amonestaba a los fieles a socorrer a los pobres y necesitados. Las leyes eclesiásticas prohibían la práctica de la usura sin admitir parvedad de materia. Los usureros se veían amenazados con el más severo de los castigos en este mundo, como era el de la negación de sepultura eclesiástica. El código del amor prescribía al hombre que amara a la dama, la deseara y se regocijara en sus brazos, pero que se mantuviera casto. ¿Podría el caballero, en los brazos de su amada, mantenerse casto? El amor puro --había un placer mixto--, según las enseñanzas de Andrés Capellanus (183), consistía en que los cuerpos desnudos de los amantes se abrazaran y besaran, sin llegar al placer último. (25) Muchos se mofan de este código, como se mofarán de la prohibición de la usura. Los monasterios y magnates cristianos ¿prestaban sin interés? Sabemos que los monasterios fueron los grandes centros de préstamo crediticio. (26) ¿Cómo es que los que se desposaban con la pobreza se hacían más ricos? ¿Amaban aquellos caballeros cristianos a sus enemigos como a sí mismos? ¿Cómo es que los cruzados cabalgaban leguas y leguas hasta acuchillarlos? Porque el ideal no se practicara, no quiere decir que no mereciera la pena predicarlo, poetizarlo. (27) Quizá pueda servirnos de ilustración la advertencia de un gramático medieval que enseñaba que no dejaba de existir la gramática porque los escritores y hablantes del idioma cometieran muchos errores en su uso. Hay académicos que no pueden disimular su irritación ante el concepto y los tratados del amor cortés, porque para ellos no es más que un figmento de la imaginación de los eruditos. (28) Figmento de la imaginación de escritores y eruditos, sí, pero destinado a transportar al lector a un mundo imaginario, un mudo deseable. El Código del Amor, como el Código del Derecho, no era un informe del estado y las prácticas de la comunidad, de la sociedad como era. No era eso lo que pretendía declarar el legislador, fuera en materias de economía, moralidad, amor, o conducta en general. La legislación iba encaminada a hacer posible y más cercana la realización del Reino de Dios: la sociedad como debiera ser. En aquellos tiempos solía el legislador preceptuar la perfección en el hombre. La meta --ellos lo sabían bien-- era un tanto idealista y utópica. Nadie sin embargo negará que merecía el esfuerzo. Los modelos para el hombre y la mujer eran de imposible repetición: Cristo, a un mismo tiempo Dios y hombre; María, a un mismo tiempo virgen y madre. (29) Imposible la repetición de los modelos, sí, pero estaban éstos llamados a operar en los creyentes como incesante estímulo. El cristianismo, desde sus comienzos, había intentado infundir en el hombre de instintos primitivos un sentido de dignidad y compasión, insistiendo en la santidad de cuerpo como templo de Dios. El apasionado amador adoptaría la terminología y las imágenes en uso para expresar sus ardientes sentimientos. En su lenguaje hiperbólico el cuerpo de su amada pasaba de ser el templo de Dios, para hacerse Dios. Pero no nos precipitemos a condenar al sobresaltado amador; los reyes, los papas, los obispos, los sacerdotes, con toda su seriedad, se proclamaba cada uno, no ya un representante o vicario del Señor, sino ALTER CHRISTUS, otro Cristo. Hasta nuestros días permanece la costumbre de arrodillarse al besar el anillo del obispo o el pie del Papa. En su defensa, quiero salir a proclamarles a todos, sean amadores, sean santurrones, inocentes por razón de insania, insania causada por la más primitivas de las pasiones, la libido (Freud) o la voluntad de poder y mando (Adler). Así como el Código de la Caballería trataba de frenar la extrema brutalidad del hombre belicoso, el Código del Amor Cortés trataba de frenar el desmadre del hombre voluptuoso. El concepto de servicio se acentuaba con ese fin: regulaba las acciones del guerrero, estructuraba el pensamiento de los teólogos; como servicio del hombre a la mujer cautivaba de una manera singular la imaginación de escritores y poetas, quienes en su mundo de ensueño daban realidad a la más increíble de las situaciones: el sexo fuerte en humilde servicio del débil, y esto era inusitado, era una doctrina contrahecha; doctrina que se daba de bofetadas con algunas de las enseñanzas de la Biblia, como aquella en que a la mujer se la reconoce como "ayudante del hombre" (ei adjutorem, Gén 2:18) y a la esposa se le aconseja que "se someta a su marido como al Señor" (viris suis subditae sint, sicut Domino, Efes 5:22); iba en contra de la legislación canónica de mediados del siglo XII --la época de esplendor del amor cortés--, que ordenaba a las mujeres "por razón de su condición de servitud, someterse al hombre en todas las cosas" (Graciano, Decretum col. 1254). Tras un largo período de aculturación, la sociedad del siglo XI quiso organizar un nuevo orden de cosas. "El amor como sentimiento," dice Maravall, "tiene una historia social. Como todos los sentimientos, se presenta bajo modos que están condicionados por la situación histórica de la sociedad en que se dan" (147). Estaremos de acuerdo con Pierre Francastel, cuando dice: "cada sociedad, al fundar un orden económico y político, crea un orden figurativo y simultáneamente da origen a sus propias instituciones, ideas, imágenes y ostentaciones" (en Duby, The Chivalrous 3). (30) Me interesa aquí destacar la imaginería, el orden de lo figurativo de aquel orden social que decía basarse en el servitium. SIMBOLISMO DEL HALCON El halcón, símbolo del amor cortés. Ningún otro orden figurativo, ningún símbolo podía encarnar mejor aquella filosofía o mística del servicio que el halcón amaestrado. Allí estaba, en las leyendas y miniaturas, posando mansamente sobre el puño de caballeros, de guerreros y amadores, incluso de damas, que se exhibían y lo exhibían por doquier en los cuatro costados de Europa. La amaestrada ave de rapiña era para el valiente guerrero y el ardiente galán símbolo supremo de la libertad y la ferocidad restringida, reprimida. En la naturaleza del guerrero y el amante se abrigaba una fiereza similar; pero tanto el soldado como el galán habían aceptado, como el halcón, el capirote, para removerlo tan sólo en servicio del superior: en servicio del rey o en servicio de la dama. Y en su servicio, como el halcón, llevaron a cabo aquellos hombres hazañas muy arduas y gloriosas. Ninguna otra criatura del universo podía servir más adecuadamente que el halcón para simbolizar la rapacidad y la disciplina, libertad sin restricciones y subyugación incondicional; servicio al superior con la consecuente remuneración de un buen trato, de un cuidado y mimo especialísimo. ¿Sabría el halcón amaestrado las multas que se imponían a los que los maltrataban? Las multas eran altísimas. Pocos fenómenos naturales son tan atractivos y fascinantes como el del halcón que acepta disciplina y cautividad. Nos fascina más, porque de ser nosotros dotados de la omnímoda libertad y mando que esas potentes y airosas aves tienen, no nos someteríamos a tan oscura sumisión. ¿Quién de nosotros, capaz de volar alto, seguro, dominando el espacio y sin enemigos naturales, estaría dispuesto a obedecer los caprichos del señorito o la señorita? Muchos de nosotros habremos podido observar lo encogidito que se va haciendo el hombre y sus palacios cuando los observamos al elevarse el avión. Y sin embargo, la maravillosa ave, reina de los etéreos espacios, se resigna a aceptar un entrenamiento riguroso para, dueña de sí misma, en pleno control de su natural salvajismo, encauzar sus instintos y habilidades cetreras en favor y servicio de su rastrero y diminuto dueño. Una de las tareas de todo caballero, leemos en Vision of the Piers Plowman, era la de "amaestrar halcones." En Castilla, el Conde Fernán González, su fundador, se nos presenta como caballero en su caballo, portador de un azor en su puño, animal y ave tan hermosos que el rey se los quiso comprar. En los primeros versos del Cantar de mio Cid, con el fin de mover a compasión al lector, se cuenta cómo la morada del gran héroe castellano había sido saqueada, dejándole las perchas vacías, sin sus azores y sus halcones mudados. También era el halcón el ave favorita del amante cortesano. Tenía que serlo. No hay fuerza más primitiva o irracional que la pasión, ni esfuerzo mayor que su control. Andrés Capellanus nos dice que el halcón vigilaba y protegía un documento con las reglas del amor, que colgaba de su percha. (31) Chaucer, en Parliament of Fouls, en la forma convencional del
debate de amor, confía al halcón la misión de recriminar
a las otras aves que, como el búho --por otra parte el símbolo
de la sabiduría-- eran incapaces de ver la celestial luz del amor
(en Bayley, 58). En Castilla, la misma ave que dio lustre a sus dos más
celebrados héroes, fue la elegida por el Antiguo Auctor para decorar
la mansión de Calisto, el más célebre de sus amantes; Fernando
de Rojas le concedería al neblí el protagonismo de ser el
guía en el primer trance de amores de Calisto y Melibea.
Pero ese neblí de Rojas, nótese bien, era ya un neblí
perdido.
EL HALCON CORTES DEVINO SALVAJE EN CASTILLA El halcón cortés devino salvaje en Castilla. Acertadamente
notó Rojas que el antiguo autor no había explicado como era
debido el cómo y dónde se habían encontrado Calisto
y Melibea, quienes de repente se nos aparecen dialogando. Pármeno,
el criado trataba de amonestar a Calisto recordándole cómo
llegó a conocer a Melibea, de esta manera: Señor, porque perderse el otro día el neblí
fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a le buscar, la entrada
causa de la ver e hablar, la habla engendró amor, el amor parió
tu pena, la pena causará perder tu cuerpo e alma e hazienda. E lo
que más dello siento es venir en manos de aquella trotaconventos,
después de tres veces emplumada (II:121).
Fernando de Rojas reconstruyó el lugar del primer trance de amores: la huerta de Melibea. El motivo del encuentro fue el neblí. El neblí se había perdido. Fernando de Rojas liberó al ave del control de su dueño y la echó a volar, la dejó ir y perderse. Nada se nos dice de que el pájaro fuera capturado. No lo fue; desapareció para metamorfosearse en una pájara de cuenta, la trotaconventos, Celestina, más de tres veces emplumada. (32) El neblí era un ave de rapiña, un ave voraz, suelta, liberada
ya del capirote; (33) un ave que había
decidido regresar a los hábitos de su prístina naturaleza
de libertad sin coto, de persecución de otras, de su captura e ingestión.
El halcón del Calisto de Rojas había dejado de ser el gerifalte
amaestrado, cómodamente reposando sobre su percha en el palacio,
para hacerse neblí descarriado y libre, y sin otra traba que los
etéreos espacios. El halcón cortés de la Provenza
se había vuelto, por obra y gracia de Fernando de Rojas, salvaje
en Castilla; se había vuelto celestinesco, que es lo mismo, si este
término se deriva, como quieren algunos, de scelus, delito.
Y fue el neblí, perdido, ya liberado, el que sirvió de guía
a Calisto.
EL NEBLI DE CALISTO El neblí de Calisto. Nació Calisto hacia fines del siglo XV. Nació en una región, Castilla, donde el feudalismo y toda su mentalidad había tenido menor arraigo social que en otras áreas de Europa, pero donde las leyendas arturianas o carolingias, con su vana y grandilocuente retórica, de importación extranjera, habían producido el Amadís de Gaula, la flor de los caballeros y el sueño de las damas. Pues bien; nació Calisto de padre desconocido, quien le dotó desde el primer momento de su concepción de una gran capacidad para amar al estilo cortesano. Como amante cortesano tardío estaba familiarizado con todos los que le precedieron, y quiso superarlos a todos, no disipándose en aventuras arduas e infinitas, sino concentrándose en el ardor íntimo del amor y en la elocuencia de la expresión. Era para él una ventaja el que hablara castellano, aquella lengua que para Magaritte de Navarre era sin comparación más apropiada que ninguna otra para la declaración de la pasión amorosa. (34) Nació Calisto engalanado con los más ostentosos colores retóricos. Muy retórico, nos resultará, pero también muy sincero. Ningún otro amante anterior a Calisto acertó a confesarse más humilde, más bajo e indigno ante su amada. Ningún éxtasis amoroso fue tan elevado como el de Calisto en presencia de Melibea. Ninguna dama fue ensalzada con mayor entusiasmo que lo fuera Melibea. Es verdad que Lanzarote se arrodillaba y adoraba a Guenevere, y se mostraba atento a hacer la genuflexión cuando le se apartaba de su presencia, hasta el punto que, según C.S. Lewis, la irreligión del amor apenas podía ir más allá ("The irreligion of love could hardly go further," 29). ¡Qué ignorante C. S. Lewis!, no sabía del caballero
castellano, que tan chiquito había dejado al francés. He
aquí la pregunta de Sempronio y la respuesta de Calisto: SEM. ¿No eres cristiano?
CAL. ¿Yo? Melibeo so e a Melibea adoro e en Melibea creo e a Melibea amo. Más adelante el criado avisaría a su señor sobre la
locura que suponía el que un hombre sometiera su dignidad a la imperfección
de la mujer. Calisto interviene impetuoso y le para los pies, con este
intercambio: CAL. ¿Muger? ¡O grossero! ¡Dios,
Dios!.
SEM. ¿E assí lo crees? ¿O burlas? CAL. ¿Que burlo?. Por Dios la creo, por Dios la confiesso e no creo que ay otro soberano en el cielo avnque entre nosostros mora. Beatriz fue para Dante el vehículo hacia Dios. Para Calisto, Melibea era su Dios. Rojas volvería a recalcar en su continuación al AUTO esas
formas de expresión del amor, con un reconocimiento explícito
de que en el hablar cortés no era la mujer la que se mostraba
sometida al hombre, ¡eso sería una locura!, era éste
el cautivo, el siervo de aquélla: CEL. Que [Melibea] es más tuya que de sí misma;
más está a tu mandato e querer que de su padre Pleberio.
CAL. Habla cortés, madre, no digas tal cosa, que dirán estos moços que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su catiuo, yo su sieruo (11:68). Hay quienes creen que los amantes cortesanos no fueron nunca tomados en
serio por los lectores, y que éstos, especialmente los varones,
siempre se deleitaron con sus humillaciones y hazañas como si las
conceptuaran exageraciones caricaturescas. Al final del siglo XV, el amante
castellano debía resultar, al mostrarse tan convencido de su servitud
al amor, un entretenido capricho, un admirable esperpento. Con rasgos magistrales
el Antiguo Auctor, en su corto escrito, trató de presentarnos un
escenario en el que el hombre bien nacido, de condición cortesana,
pudiera manifestar su pasión amorosa. ¿Cómo lo hizo
Calisto? La respuesta ha de ser ambivalente, gracias a la magistral intervención
de los continuadores del AUTO. Con el fin de destacar la singularidad de
la manera cortesana de sentir y expresar los sentimientos amorosos, CAL.__ ... Por cierto los gloriosos sanctos que se deleytan
en la visión diuina, no gozan más que yo agora en el acatamiento
tuyo (I, 32-33).
los contrastaban los autores con los modos descarnados y burdos de los
criados: SEM.__ ... si destos aguijones me das, tragértela
he [a Melibea] hasta la cama (I, 58).
Y no es que aquí se parodiaran las leyendas cortesanas, es que se contrastaban las esferas sociales y los valores semánticos de la cultura de antaño y la moderna, la de los señores y la de los criados. Aunque al Calisto del AUTO le hubiera agradado la promesa de su criado, él nunca se hubiera permitido hablar sino de manera cortés. (35) Al elegir la comedia y la estructura del diálogo directo, cara a cara, sin la interferencia del narrador, los autores de la La Celestina no tenían más remedio que retratarnos a los personajes en la palestra de la confrontación directa, a los personajes extraídos de la realidad social. (36) El Calisto del AUTO no pudo disimular su curiosidad en saber cómo
era que Pármeno había servido a Celestina. El criado le explica
qué entendía él --y los de su clase-- por servicio: CAL.__ ¿De qué la seruías?
PARM.__ Señor, yua a la plaça e trayale de comer e acompañáuala; suplía en aquellos menesteres, que mi tierna fuerça bastaua (AUTO 69). Rojas, muy pronto en su continuación, se decidió a mostrar
la otra cara del servicio: para el criado el servicio no era, como para
su amo, sinónimo de sacrificio, deuoción y obras pías,
sino de
presentes: PAR.__ Digo, señor, que yrían mejor empleadas
tus franquezas en presentes e seruicios a Melibea, que no dar dineros a
aquella, que yo me conozco e, lo que peor es, fazerte su catiuo (II, 120).
Calisto reaccionaría con cierta vehemencia ante ese término
catiuo:
él era catiuo de Melibea (11:17, citado más abajo),
no de Celestina. Pármeno se lo tiene que aclarar a continuación: CAL.__ ¿Cómo, loco, su catiuo?
PAR.__Porque a quien dizes el secreto, das tu libertad. Es así como por vez primera el amante cortesano dejaba de
ser glorificado por el omnisciente narrador --el sabelotodo-- de las leyendas
romanesca, portavoz de una cultura impuesta desde arriba, para aparecer
en presencia directa de jueces ajenos a la corte; y el cortesano amante
recibía un rudo y bestial rechazo de las clases inferiores. La servidumbre,
en el drama realista, pasó de una actitud de dependencia al de pendencia.
Al rústico se le daba la oportunidad en la comedia de enjuiciar
al noble, a quien a su vez amonesta e instruye sobre sus propios valores.
Maravall ha dicho de la Celestina que es un drama "de la crisis de los
valores sociales y morales" (20). La crisis no podía menos de agravarse
cuando se dejaba hablar a los de abajo. Véase en este corto diálogo
la dificultad de Calisto en entender a Celestina, y cómo interviene
Sempronio para aclarar la intención.
CEL.__ Todo este día, señor, he trabajado en
tu negocio e he dexado perder otros en que harto me yua. Muchos tengo quexosos
por tenerte a ti contento. Más he dexado de ganar que piensas. Pero
todo vaya en buena hora, pues tan buen recabdo traygo, que te traygo muchas
buenas palabras de Melibea e la dexo a tu servicio.
CAL.__ ¿Qué es esto que oygo? CEL.__ Que es más tuya que de sí misma; más está a tu mandato e querer que de su padre Pleberio. CAL.__ Habla cortés, madre, no digas tal cosa, que dirán estos moços que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su catiuo, yo su sieruo. SEM.__ Con tu desconfiança, señor, con tu poco preciarte, con tenerte en poco, hablas essas cosas con que atajas su razón. A todo el mundo turbas diziendo desconciertos. ¿De qué te santiguas? Dale algo por su trabajo: harás mejor, que esso esperan essas palabras. CAL.__ Bien has dicho. Madre mia, yo sé cierto que jamás ygualar tu trabajo e mi liuiano galardón. En lugar de manto e saya, porque no se dé parte a oficiales, toma esta cadenilla, ponla al cuello e procede en tu razón e mi alegría (XI, 67-68).
La intervención de Sempronio logró, al parecer, su efecto,
pues un poco más adelante Calisto reaccionaría de manera
muy distinta a las palabras parecidas de Celestina: CEL.__ ... Melibea pena por ti más que tú por
ella, Melibea te ama e dessea ver, Melibea piensa más horas en tu
persona que en la suya, Melibea se llama tuya e esto tiene por título
de libertad e con esto amansa el fuego, que más que a ti la quema.
CAL.__ ¿Moços, estó yo aquí? ¿Moços, oygo yo esto? Moços, mirá si estoy despierto. ¿Es de día o de noche? ¡O señor Dios, padre celestial! ¡Ruégote que esto no sea sueño! ¡Despierto, pues, estoy! Si burlas, señora, de mí por me pagar en palabras, no temas, di verdad, que para lo que tú de mí has recebido, más merecen tus passos (XI, 70) . Los criados, como era de esperar, juzgaban la actitud de humillación y servicio de Calisto ante su amada de acuerdo con sus propios conceptos, de acuerdo con su propia experiencia, la de la humillación y el servicio a que ellos se sentían sometidos. (37) Naturalmente, creyeron que su amo estaba loco. ¡Querer servir a Melibea! El amor cortés es para los criados amor loco, según se repite una y otra vez. (38) ¿Qué hemos de pensar los críticos? Los críticos literarios y los historiadores sociales, a una distancia y una perspectiva de varios siglos, comprendemos que lo interesante de La Celestina, desde el comienzo del AUTO, es el arte de saber traer a careo, en confrontación directa, no sólo a los personajes, sino también dos culturas lingüísticas de regiones y épocas muy distantes y de dos diferentes clases sociales: la cultura elegante, refinada y caballeresca de la corte del siglo XII, con su peculiar código del amor ideal, y la cordura del realismo callejero, la sabiduría más natural y humana del siglo XV, con sus preocupaciones por ganarse la vida. (39) El Antiguo Auctor erigió un importante hito, que venía a señalar la encrucijada de la Edad Media y la Moderna. A Fernando de Rojas le correspondió continuar la tarea, engrandecer y coronar la obra, hasta hacerla monumento insigne de la literatura universal. ¿Por qué dejó la obra sin concluir el Antiguo Auctor? Se encontró, a mi entender y bajo la perspectiva de este ensayo, en una especie de callejón sin salida. La temática del amor cortés había sido una fecunda fuente de inspiración de leyendas y romances, todo dentro del género narrativo. En el género dramático el amor servicial habría resultado un tema estéril. Ni tensión ni drama de ningún tipo es posible entre los que han de guiarse en su conducta por las normas de un código. Ningún conflicto puede inyectar en la trama un protagonista que se confiesa humilde servidor de su dama, y una dama que le corresponde y emula en conducta de respeto y sumisión. Ninguna tensión se originaba de la imaginería religiosa de un Calisto sumiso y contemplativo, más bienaventurado que los santos en su visión beatífica. Es más, la extremada idealización de la mujer amada podría servir de proemio adecuado para la narración de fantásticas hazañas llevadas a cabo por un caballero capaz de compaginar su amor con su castidad así obraban los devotos de la Virgen María. La extremada glorificación de la amada no podía servir de proemio adecuado para un drama pasional, pues tendería naturalmente a volver impotente al amante temeroso de copular con su diosa. Lo comprendió muy bien Fernando de Rojas, y desde un principio trató no tanto de parodiar al amante cortesano, como de ir remplazando el sistema metafórico del amor cortés, amor a la provenzal, por un sistema de alegorías venatorias, de amor altanero, amor a la castellana. El amor altanero había colocado el amor en una palestra superior, en una dimensión de riquísimas connotaciones sociales y emocionales; la retórica del amor cortés quedaba del todo superada. (40) Como amante cortés, el Calisto que comenzó a retratarnos el Antiguo Auctor, en capacidad de protagonista de la acción de una comedia, había quedado desinflado al final del AUTO. Poca tensión dramática podía originar la actitud del hombre humillado ante su diosa; el único conflicto posible habría radicado en la sinceridad o la hipocresía del hombre, en la pureza o la impureza de su intención --el intento de tus palabras, que diría Melibea--; un conflicto que, fraguado en la mente y el corazón del personaje, carecería de emoción y trascendencia para el público deseoso de acción. La imaginería religiosa de aquella primera escena del beatífico Calisto hubo de ser sustituida. La tensión y el conflicto habría de originarse con el neblí que, perdido, guiara a Calisto hasta Melibea; neblí perdido, símbolo de Celestina, símbolo de Calisto y otros personajes, liberados todos ellos de las trabas de las normas de conducta; un neblí que, libre ya del capirote, se lanza a explorar y cazar por su cuenta. El neblí perdido había cesado de servir a su amo para volar y dominar sin trabas el ancho horizonte. A finales del siglo XV en Castilla los temas del amor cortesano seguían
siendo pasatiempo de poetas y novelistas, que empleaban sus técnicas
para halagar a las damas de la corte y procurarse un modo de subsistencia,
trasportando a sus lectores a un mundo lejano, legendario, tan artificial
como sus módulos poéticos. Lo que era tolerable en la poesía
y la narrativa de ficción, para hacer soñar al lector, era
insoportable en el escenario, llamado a representar la vida, las condiciones
y preocupaciones de la sociedad de la época, una sociedad bullente,
lanzada a la empresa sin igual del dominio de ultramar. ¿Quedaba
algo del amor cortés de la vieja Provenza en la moderna Castilla?
Sí, quedaba el "hablar cortés": CAL.__ Habla cortés, madre, no digas tal cosa, que
dirán estos moços que estás loca. Melibea es mi señora,
Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su catiuo, yo su sieruo.(XI,
67-68).
¿Qué significaba "habla cortés"? No más que
lo que el hablante hacía, lo que el hablante terminaría por
hacer en presencia de Melibea, en la escena final del huerto.
DEL IDEAL DEL SERVICIO AL DEL DOMINIO Del ideal del servicio al del dominio. La caballería andante y su temática, como vengo diciendo, no podía ser tema del drama, comedia o tragedia: nunca existió fuera de la la esfera de la idealización y la utopía. (41) El sacrificio personal, el sufrimiento lírico, el sangrar --y desangrar a otros, si venía al caso-- por la dama de sus sueños, que tanto esplendor confería al torneo medieval, estaba fuera de lugar en el escenario renacentista. Tras muchos años de aculturación, de indoctrinación, la mentalidad del servitium había fructificado en las comunidades cristianas; esa mentalidad, universalista y suprarregional, había traído en un principio muchos beneficios a los vasallos y servidores, y había proporcionado gran ayuda a reyes y papas en la sumisión de señores feudales, para organizarlos en la persecución de la unidad y el bien común. Como era de esperar el ideal del servicio y las obligaciones del vasallo siguieron predicándose y ensalzándose; dado que el número de servidores aumentaba proporcionalmente mucho más aprisa que el de los señores, los beneficios por el servicio disminuían. Poco a poco servitium se iba convirtiendo en una condición de vida del criado y servidor, en una clase social con muchas obligaciones y poquísimos derechos, muchas humillaciones y escasas recompensas. En España, una vez conseguida la reconquista bajo la égida
de los Reyes Católicos, lograda la sumisión del musulmán
y la unificación de la nación, asegurado con ello el servicio
de los señores de las diferentes regiones, va surgiendo y arraigándose
una nueva mentalidad, fomentada por los gobernantes, de carácter
nacionalista, imperialista. Por un lado, en las capas inferiores de la
sociedad, se les entusiasma a los ciudadanos a luchar y arriesgar su vida
por la patria, por la nación unificada, por la religión,
con un fervor que se satisficiera con la gloria de Dios como paga por el
servicio. Por otro, en las capas superiores, se va difundiendo la ideología
del DOMINIUM, dominio de los cristianos vencedores sobre los infieles,
bien los musulmanes y judíos en el interior, bien los indios de
allende los mares, en un imperio inimaginado, sin fronteras. La misión
de la España de Isabel la Católica era vista así por
Nebrija, contemporáneo de Rojas: Después que Vuestra Alteza meta debajo de su yugo
muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con
el vencimiento aquéllos tengan necesidad de recibir las leyes que
el vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua, entonces por esta
arte gramatical podrán venir en el conocimiento de ella, como agora
nosotros deprendemos el arte de la lengua latina para deprender el latín
(cit. por Menéndez Pidal "La lengua" 49).
España, en estos años renacentistas, sueña con una lengua tan perfecta como el latín, con un imperio tan vasto y fuerte como el romano. En los años del fervor religioso, comentaba Menéndez y Pelayo, "España se creyó, por decirlo así, el pueblo elegido de Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya como lo fue el pueblo de los judíos." (42) El ideal de servitium, con sus idealizaciones literarias, había pues cedido el paso al de dominium en Castilla. Menéndez Pidal escribió un pequeño trabajo en el que, con respecto al descubrimiento y la colonización de América, se planteaba esta cuestión: "¿Codicia insaciable? ¿Ilustres hazañas?." El ilustre historiador muestra su obvia irritación ante los textos de Bartolomé de las Casas, pero a pesar de su interés por purificar la conciencia de los conquistadores, deja de manifiesto que gran parte de aquellas ilustres hazañas obedecían a la "innata ambición" y la "insaciable codicia" que el gran cronista imputaba a sus compatriotas. El conquistador, el colonizador español había dejado de constituir para el escritor español los modelos de imitación que otro tiempo y otros lugares fueran los caballeros medievales. Para Las Casas, Cortés iba movido en su servicio al rey por un ávido afán de dominio rayano en tiranía: "engaña al mundo vendiendo la tiranía por servicio grande al Rey" (p. 87). Por otro cronista, Bernal Díaz, sabemos del sentimiento de superioridad que sentía el soldado español y de la jactancia de creerse hombre extraordinario (91). El hecho de que murieran muchos en las campañas no niega el móvil de la codicia, la que en tantos otros lugares y tantas otras ocasiones ha producido tantas muertes y desastres. Serán pocos los que estén en desacuerdo con Menéndez Pidal de que aquellos soldados lucharan ilusionados por claros ideales; sus ideales fueron de dominio: imponer su fe, imponer su cultura, apoderarse de sus bienes. DEL HALCON CORTES AL AGUILA IMPERIAL Del halcón cortés al águila imperial. En
este ambiente cultural, socio-político
En literatura, especialmente en el drama, se sumaba al ambiente cultural de la nación el nuevo fenómeno del dominio universal sobre un imperio donde no se ponía el sol. La corte castellana no estaba ya tan interesada en la propaganda del servicio: contaba con muchísimos súbditos, los tenía seguros. Al tiempo, pues, que las altas esferas de la corte bullían por el dominio universal, se le abrían con ello las puertas al escritor para que pusiera en escena, en el escenario realista, a los miembros de la clase servicial, a los que el servicio ya no les traía, como se había dicho de las épocas antiguas, ni títulos nobles ni beneficios, sino que, al contrario, los mantenía sumidos en una condición social sin libertad y sin remuneración adecuada. En la realidad socio-política de la España reconquistada el ideal del servicio estaba llamado a sucumbir. El lema del Cantar de Mio Cid, de canto al servicio incondicional,
aun en contra de las mayores adversidades, se condensaba en este verso: Qui a buen señor sirve siempre vive en delicio (850).
En rechazo, en canto a la libertad individual, proclamaba uno de los criados
en La Celestina, Sempronio, en coloquio con Elicia, la prostituta: Quien a otro sirue, no es libre (IX, 27).
Encontramos en La Celestina, ya en el AUTO, pasajes elocuentes de
condena a la condición servicial y a los señores del entonces.
Habla Celestina a Pármeno: Dexa los vanos prometimientos de los señores, los
cuales deshechan la substancia de sus siruientes con huecos e vanos prometimientos.
Como la sanguijuela saca la sangre, desagradescen, injurian, oluidan seruicios,
niegan galardón. ¡Guay de quien en palacio enuejece! Como
se escriue de la probática piscina, que de ciento que entrauan,
sanaua vno. Estos señores deste tiempo más aman a sí,
que a los suyos. E no yerran. Los suyos ygualmente lo deuen hazer. Perdidas
son las mercedes, las magnificencias, los actos nobles. Cada vno destos
catiua e mezquinamente procuran su interesse con los suyos. Pues aquellos
no deuen menos fazer, como sean en sus facultades menores, sino viuir a
su ley. Dígolo, fijo Pármeno, porque este tu amo, como dizen,
me parece rompenecios: de todos se quiere seruir sin merced. Mira bien,
créeme. En su casa cobra amigos, que es el mayor precio mundano
(I, 101202)
Este pasaje, al final del AUTO, sirve de embrión e inspiración
a la obra de Rojas. Areúsa, una de las muchachas de Celestina, se
encargaría de darle al servicio la gran estocada. AREU.__ Assí goze de mí, que es verdad, que
éstas, que siruen a señoras, ni gozan deleyte ni conocen
los dulces premios del amor... ¡O tía, y qué duro nombre
e qué graue e soberbio es eñora contino en la boca! Por esto
viuo sobre mí desde que me sé conocer. Que jamás me
precié de llamarme de otrie; sino mía. Mayormente destas
señoras que agora se vsan. Gástase con ellas lo mejor del
tiempo, e con una saya rota de las que ellas desechan pagan seruicio de
diez años. Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas,
que hablar delante dellas no osan... No ay quien las sepa contentar, no
quien pueda sofrillas... Por esto, madre, he quesido más viuir en
mi pequeña casa, esenta e señora, que no en sus ricos palacios
sojuzgada e catiua (IX, 40-43). (43)
A ella se uniría Elicia, cuando de esta manera recriminaba a Calisto
por la muerte de sus criados; Calisto es vil, Melibea estiércol: ELI.__ ... de lo que más dolor siento es ver que por
esso no dexa aquel vil de poco sentimiento de ver y visitar festejando
cada noche a su estiércol de Melibea, y ella muy ufana en ver sangre
vertida por su seruicio (XV, 140).
Tristán reaccionaría de manera rebelde contra la ruindad
de los señores, y evoca la amonestación de su madre: TRIST.__ Ya los tiene oluidados. ¡Dexaos morir siruiendo
a ruynes, hazed locuras en confiança de su defensión! Viuiendo
con el Conde, que no matase al hombre, me daua mi madre por consejo. Veslos
a ellos alegres e abraçados e sus seruidores con harta mengua degollados
(XIV, 118219).
Es más, los personajes parecen moverse más que por la mística
del servicio, por la sensación del dominio que parecen experimentar.
Celestina, por ejemplo, se regodea fantaseando sobre tantos servidores,
de diversas edades que de ella dependían: CEL.__¿Trabajo, mi amor? Antes descanso e aliuio.
Todas me obedescían, todas me honrrauan, de todas era acatada, ninguna
salía de mi querer, lo que yo dezía era lo bueno, a cada
qual daua su cobro. No escogían más de lo que yo les mandaua:
coxo o tuerto o manco, aquél hauían por sano, que más
dinero me daua. Mío era el prouecho, suyo el afán. Pues seruidores,
¿no tenía por su causa dellas? Caualleros viejos e moços,
abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando
por la yglesia, vía derrocar bonetes en mi honor, como si yo fuera
vna duquesa. El que menos auía que negociar comigo, por más
ruyn se tenía. De media legua que me viessen, dexauan las Horas.Vno
a vno, dos a dos, venían a donde yo estaua a uer si mandaua algo,
a preguntarme cada vno por la suya. Que hombre havía, que estando
diziendo missa, en viéndome entrar, se turbaua, que no fazía
ni dezía cosa a derechas. Vnos me llamauan señora, otros
tía, otros enamorada, otros vieja honrrada. Allí se concertauan
sus venidas a mi casa, allí las ydas a la suya, allí se me
ofrecían dineros, allí promesas, allí otras dádiuas,
besando el cabo de mi manto e avn algunos en la cara, por me tener más
contenta (IX:45-46).
A la joven Melibea pretende Celestina darle la sensación de seguridad
y el gozo del mando, del dominio sobre la anciana: CEL.__ Eres mi señora. Téngote de callar, hete
yo de seruir, hasme tú de mandar (IV:184).
Es curioso cómo los historiadores de la literatura han tratado de razonar el anonimato del AUTO, y el cuasi anonimato de la obra entera por razón de la escabrosidad de los amores de Calisto y Melibea y la vida lupanaria de Celestina y sus muchachas, más alguna que otra muestra de anticlericalismo. Sin negar esos elementos, añadiría yo aquí que ese tirar la piedra y esconder la mano de los escritores podría deberse al miedo de que el lenguaje descarnado y revolucionario, de protestas, rebeldía y sedición de las clases bajas, pudiera acarrearles algún tipo de represalia. La rebelión contra el ideal del servicio fue articulada de manera
vesánica por los personajes de Rojas. El segundo continuador se
situaba ya tan alejado de ese ideal que el término servicio,
con sus derivados, (44) con 97 casos en
la obra, aparece en sólo 14 diferencia de un 7% negativo; al mismo
tiempo casi desconoce del todo cativo, (45)
En La Celestina (46) se asentó un duro golpe al ideal de la caballería, al ideal del servicio; tan duro, que a nuestros escritores, los que siguieron a Rojas, autores distinguidísimos, les tocaría la suerte --no sabemos si buena o mala-- de entonar los cantos fúnebres de servitium como ideal. Erigieron éstos un mausoleo insigne y permanente, en el que el servicio, como virtud o condición ennoblecedora, yacería sepultado para siempre. Ese monumento funerario se conoce como la novela picaresca, la que además de queja, lamentación, burla o sátira del servicio, constituye su epitafio. El pueblo español terminaría por convencerse de que servir no pagaba, servir envilecía. Una actitud que algunos ven aún en nuestros días reflejada en muchas de las manifestaciones de la conducta española, y en la conducta de aquellos que tienen como obligación el oficio el prestar algún tipo de servicio a los demás. ¡Ah, la picaresca española! ¿Qué se hizo en castellano el sirviente (servidor, siervo) público? La expresión carece de sentido; (47) lástima que con ella desapareciera también el interés por el cumplimiento de un deber. Sigue viva en inglés, en los Estados Unidos con gran vigencia, la denominación de public servants, aplicada honoríficamente para los más altos mandos de la democracia, con ecos de aquel servus servorum Dei, a quien todos los demás servían, como reverberación de cuán profunda fue la aculturación del feudalismo. Sigue reverberando en esas expresiones de la cultura anglosajona la aculturación del feudalismo, aculturación cultivada en las modernas democracias. Y es que el servicio sigue siendo, en el fondo, la argamasa de este ideal político, esta utopía en vías interminables de realización, que consiste no ya en servir a los que nos lo imponen por razón de alcurnia o fuerza, sino en elegir voluntariamente a quienes vamos a servir, en un sistema que sirve para que todos sirvamos, y sirvamos no sólo con libertad, sino también con liberalidad, con cariño y entusiasmo, y con los impuestos. Cuando murió en las relaciones sociales el servitium como ideal humano, ennoblecedor, murió en las letras su simbolización en el halcón encapirotado. El ave rapaz seguiría siendo en la literatura castellana una fuente inagotable de inspiración como símbolo del amante, pero no sería el ave encapirotada de la tradición importada de las leyendas caballerescas, ultrapirinaicas, sino el ave salvaje y rapaz de la tradición popular peninsular, de la lírica y el romancero, el ave que conmovía al pueblo, el ave cazadora y carnívora. Este ave, restablecida a su prístina naturaleza, saciaba las apetencias simbólicas de una nueva nación que se despertaba, tras la reconquista, a una empresa sin igual de dominium. Este dominio, claro está, no era un ideal exclusivo de la España
unificada, sino que se extendió a toda la Europa cristiana. Por
el servicio se sometió al individuo, por el dominio unas regiones
cristianas tratarán de someter a otras dentro de esa Europa. En
el siglo XV, en la esfera militar el guerrero perdió la seguridad
de su armadura ante la introducción del cañón que
pronto la volvería obsoleta. El celebrado, noble y altruista caballero
cristiano, miembro de una Orden, se vería remplazado por el Gran
Capitán de los ejércitos nacionalistas. La ideología
del dominio se apoya en un sentimiento fuerte de individualismo. Decae
paulatinamente la fe que en el Medievo unía y uniformaba, y crece
la razón que en el Renacimiento acentúa la personalidad individual.
Si la fe daba al hombre la victoria final contra Fortuna en el Medioevo,
el Marqués de Santillana, en nuestro prerrenacimiento, proclamó
con frase lapidaria la nueva estética humanística, por boca
de Bías, al afirmar el poder de la razón contra Fortuna:
Faz lo que façer podrás
Ca yo vivo por raçón (48)
Mientras la fe había mantenido unida la comunidad medieval guiándola
y haciéndola peregrinar por una misma via tritta, camino trillado, la razón
de unos estaba llamada, naturalmente, a enfrentarse a la razón --sinrazón--
de otros. Maravall termina su Mundo social de "La Celestina" con
estas palabras, en las que el sentimiento de dominio --"hacerse dueño,"
"autonomía"-- es para él un efecto del resurgimiento del
individualismo de la época: desde el momento en que las energías del individualismo
moderno despiertan, tanto en arte como en literatura, en economía,
en política, en filosofía, el hombre se esfuerza denodadamente
por hacerse dueño de su propio destino, por asegurarse, como pretenden
hacerlo los personajes de Rojas, un área de autonomía en
su vida personal, que es sólo suya.
En la esfera de la caza, las armas de fuego terminarían con el tiempo por desvalorizar al halcón amaestrado y remplazarlo en la caza de las aves. En la esfera simbólica el halcón domesticable y controlado perdió su capirote para lanzarse, perdido, a cazar para sí mismo y por su cuenta; el hombre de armas de fuego no necesitaría en adelante de sus servicios. El noble halcón, emblema de Fernán González, el fundador de Castilla, se vería definitivamente remplazado por el Aguila Imperial de la fundadora de la unificación española Isabel la Católica, como nuevo y supremo símbolo de libertad omnímoda, vigilancia rigurosa y dominio indiscutible. Fernando de Rojas había tenido una genial intuición. El
amor no era un acto de adoración o una disposición para el
servicio, era, por el contrario, caza y caza encarnizada, como de ave depredadora
y voraz. Años más tarde recogería Gil Vicente en un
poemita una formulación proverbial: "La caza del amor / es de altanería."
El amante de Rojas se vio ya enriquecido, añadiendo a su humildad
cortesana --su "cierta mansedumbre" si se quiere--, la calidad de altanero,
en el sentido de Gil Vicente, y en el sentido en que emplea Cervantes el
término el Viaje del Parnaso: Altaneros sus ojos y amorosos
Se mostraban con cierta mansedumbre Que los hazía en todo extremo hermosos (IV, 48). Rojas evitó pues que el carro del amor de Calisto retrocediera hasta los tiempos del amor cortés y de Andreas Capellanus, para impulsarle hacia adelante, de manera que en él pudiera acomodarse años más tarde el amor altanero por antonomasia, el amor del Burlador de Sevilla. Trató Rojas de aprovechar al máximo y sacarle partido
a todos los aciertos del Antiguo Auctor. En el comienzo de su obrita había
hecho éste una alusión al halcón: el gerifalte que
se hallaba tranquilo en la casa y recibía las atenciones de Sempronio.
El gerifalte, a propósito, es la familia de halcones en que la hembra
es de mayor tamaño y más fuerte que el macho (Armstrong,
115). Para Calisto, Melibea era superior a él en todo. Pero este
Calisto de Rojas no encajaba ya dentro de la fina corte del siglo XII de
la Provenza; de ella le extrajo Rojas para plantarlo en la Castilla del
siglo XV, en una calle de barrio. El que comenzó con ofrecimientos
de sacrificios y oraciones a Dios por obtener el poder de contemplar la
belleza indescriptible de su amada y señora, se retrajo de llevar
a cabo hazaña alguna de valor en servicio de su diosa, decidiéndose
a comprar, en su lugar, los favores de mediación de la puta alcahueta
del pueblo. La hazaña caballeresca sería remplazada por el
engaño, el ardid, el señuelo de la cetrería. Para
Celestina, la medianera, la estrategia de su campaña consistiría
en cazarle a la doncella de debajo de las alas de su madre y ofrecérsela
a su dueño. Lo comprendió muy bien el autor del PROLOGO: Hasta los grosseros milanos insultan dentro en nuestras moradas
los domésticos pollos e debaxo las alas de sus madres los vienen
a caçar (21).
Para el Antiguo Auctor Melibea era Dios en la mente y en el corazón
del amante, cuya visión le inspiró una actitud de adoración.
Rojas remplazó el mundo metafórico del amor cortés
por la alegoría del amor altanero, acuciado por un ansia y un dolor
de muelas que sólo calmaría el comer. Finalmente el Interpolador
acertaría con la presentación en carne viva de la mejor imagen
de ese amor que de altanero deviene caníbal. Melibea era el ave
que, tras haberle provocado a Calisto el dolor de una muela, lograría
éste desplumar con sus propias manos, para luego comérsela
en la última cena: MEL. ¿Qué prouecho te trae dañar mis
vestiduras?
CAL. Señora, el que quiere comer el aue, quita primero las plumas (XIX, 181). El adorador se nos volvió devorador. Murió el amor cortés; viva el amor altanero, caníbal. Se despidió al amor de servicio, bienvenido el amor de dominio. Se debilitó la tradición amorosa provenzal; renació y se energizó la tradición amorosa castellana. Las delicias del éxtasis amoroso en la contemplación de la amada, en el Acto I, cederían en el XIX al placer de un hartón de carne. Rojas quemó el código del amor cortés e instituyó el libertinaje del amor altanero. Parafraseando un concepto de Rougemont, diría yo que Rojas logró dramatizar en su obra "el abatimiento bestial, que era la fatal consecuencia de haber divinizado a una criatura" (313). En tal perspectiva gana sentido y profundidad el título de Tragicomedia. Trágica fue la caída y el abatimiento de los personajes, trágico el derrumbamiento de la mentalidad, el lenguaje, las imágenes y las metáforas de la cortesía. ¿De qué artificios se valió Fernando de Rojas? Calisto se dejó guiar por un neblí perdido, ave de presa, perseguidor y destructor de aves más débiles, por lo común aves amables. El halcón, azor o gavilán, llegaría con el tiempo a convertirse en un motivo trascendente, uno de los más socorridos y fascinantes de nuestra poesía tradicional y popular, que recogieron nuestros escritores más celebrados. La imaginería del ave rapaz llegaría a cautivar, en nuestra literatura más que en ninguna otra, la fantasía de los poderosos y humildes, de los sabios y los analfabetos, de los que celebraban el amor en poemas profanos y en poemas místicos. Para comprender mejor la trascendencia del neblí y admirar más el acierto de Rojas en su invención del episodio del huerto, tenemos que echar una mirada, aunque sea rápida, a la ascendencia literaria del motivo del ave guía. Veamos.
CAL. ¿Qué es esto que oygo? CEL. Que es más tuya que de sí misma; más está a tu mandato e querer que de su padre Pleberio (XI, 68). VUELTA AL TEXTO
MELIB. Es tu sierua, es tu catiua, es la que más
tu vida que la suya estima. ¡O mi señor! (XIV, 116).
Paj: ..vuestra merced le ruegue a Madalena de mi parte que no me olvide, que la deseo mucho servir. Loz. --¡Hi, hi, hi! ¿Y con qué la deseais servir? Que sois muy mochacho y todo lo echais en crecer. Paj. --Señora, pues deso reniego yo, que me crece tanto que se me sale de la bragueta" (Mamo. 25, 109). Dice J. A. Maravall que "El amor como sentimiento tiene
una historia social. Como todos los sentimientos, se presenta bajo modos
que están condicionados por la situación histórica
de la sociedad en que se dan" (147) y, evidentemente, habría que
añadir, por la situación social del individuo que los expresa. Maravall
nos habla de
La Celestina como de un drama "de la crisis de los
valores sociales y morales" (20).
SOS. Graciosa e suaue señora, perdóname
si con mi seruicio, jamás hallarás quien tan de grado
auenture en él su vida. E queden los ángeles contigo.
AREU. Dios te guíe. ¡Allá yrás, azemilero! ¡Muy vfano vas por tu vida! Pues toma para (XVII, 162). VUELTA AL TEXTO
Yo cobrí
de luto e xergas en este día quasi la mayor parte de la cibdadana
cauallería, yo dexé oy muchos siruientes descubiertos de
señor, yo quité muchas raciones e limosnas a pobres e enuergonçantes,
yo fuy ocasión que los muertos touiessen compañía
del más acabado hombre que en gracia nasció, yo quité
a los viuos el dechado de gentileza, de inuenciones galanas, de atauíos
e brodaduras, de habla, de andar, de cortesía, de virtud; yo fuy
causa que la tierra goze sin tiempo el más noble cuerpo e más
fresca juuentud, que al mundo era en nuestra edad criada ... Muchos días
son passados, padre mio, que penaua por amor vn cauallero, que se llamaua
Calisto, el qual tú bien conosciste (XX, 195296).
VUELTA AL TEXTO
|